miércoles, 14 de mayo de 2014

A unos metros de casa



Daniela espera el ascensor. La luz se apaga. Un instante para girar la cabeza y dar al interruptor. Un instante para que te coja por detrás y te empuje al fondo de la escalera.
Le oprime la garganta. Ella intenta golpear la cabeza de su captor con los escalones, que a esa altura sobresalen a un par de metros. No sirve de mucho: “¡Una que se defiende!, que pena me das princesa” susurra una voz detrás.
Lucha con todas sus fuerzas para liberarse. Un puñetazo, el primero de su vida, le atonta y cae al suelo. Intenta levantarse y ya es tarde.  Le oprime un brazo y la obliga a darse la vuelta en el suelo. Ella intenta reptar, salir de aquel hueco. Él arrastra y le vuelve a golpear, esta vez detrás de la cabeza y en las costillas. No puede respirar pero no deja de moverse.  Hasta que ve el filo brillar en la penumbra, apenas iluminado  por las farolas de la calle. Inmóvil, con los ojos fijos en el cuchillo, a pocos centímetros de sus ojos desencajados: ¡Así mucho mejor! ¡Cómo no te estés quieta te mato zorra!
La respiración ahogada, el acero junto al su garganta. El horror la domina. Oye cómo rompe su camisa. Siente desabrochar sus vaqueros. ¡No! Empujones que la suben. Le duele, quiere sujetarle. El instinto de escapar se renueva por un segundo. Su garganta comienza a sangrar. Emite un grito que nadie puede oír a través de aquellos dedos asquerosos.
Por el rabillo del ojo ve la entrada del portal. Oscuro. Intenta gritar de nuevo. Siente que está descalza, siente el frío del suelo y el asco de esa respiración sobre ella. El dolor del corte le atenaza de terror y regala un flash de cordura. No moverse. Ya solo dejarse hacer. La desesperación en su rostro, un mar se derrama desde sus pupilas sin freno. ¡Así, quietecita, puta! ¿Ves?, si te gusta. Le susurra al oído.
La presión cede. Con el instinto de un animal herido, se atrinchera contra la pared, hecha un ovillo de carne semidesnuda. Se acerca de nuevo.
Su admirada melena castaña es el maldito asidero de aquel hombre. Ahora son golpes, bofetadas y patadas. Y de nuevo aquel aliento pegajoso. ¡No te muevas de aquí en cinco minutos!
No hay tiempo. Sobre su sangre, junto al propio vómito, a unos metros de su casa y su familia. La luz de la ambulancia le calma. Dos puñaladas poco profundas, contusiones en todo el cuerpo, la mirada perdida, las lágrimas infinitas… la herida interior.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Su mano en la Laguna, su cuerpo en el Peirón


La caravana había tomado un paso alegre. Apenas si era necesario ya apremiar con la vara a su mula para avivarle el ánimo. Prefería no tener que hacerlo. No estaba ya acostumbrado a tratar con animales y le había costado lo que a ella aceptar el camino, adaptarse a convivir de nuevo con un animal. No reparó en ello cuando, viendo que el equipaje era pesado, optó por comprarla al salir de Molina. Era otro gasto pero le saldría a cuenta una vez llegase a Daroca. Ya hechos el uno a otro, le vendría muy bien para empezar a trabajar. La compra de aquel animal era otra señal de que las cosas le habían ido, como así había sido. Su esfuerzo de años, y aquel golpe de suerte inesperado. Sí, le había ido muy bien.

Pero se guardaba mucho de hablarlo con los arrieros a los que se había unido en el camino. Tuvo suerte de que la caravana saliese justo los días que decidió subir hasta Daroca para reencontrarse con sus dos hermanos mayores allí, tras enterarse de la muerte de su padre apenas hacía un mes, pues la noticia se la dio un vecino nada más bajar de la diligencia y dirigirse a la casa de sus padres que ahora, recién encalada y vuelta arrendar, servía ya de hogar a otra familia. Le costó un par de días decidir qué hacer. Su hermana mayor vivía cerca y allí se hospedó. Era una alegría tenerle en casa, pero más allá de eso, no había venido a otra cosa que establecerse por su cuenta. Molina nunca fue un lugar que le ofreciese muchas posibilidades, ni aún que le gustase, de ahí que en cuanto pudo emigró, atraído por lo que contaban las familias de los que se habían ido a los puertos catalanes. Molina, para él, no había cambiado. Seguía siendo lo mismo que cuando se fue. Muerto su padre, el único refugio con el que habría podido contar para volver a empezar en Molina, nada le retenía allí. A su juicio, sus hermanos mayores prosperaban con mejor suerte en Daroca de lo que lo hacían su hermana y su marido en Molina. Así que allí decidió encaminarse. Ya era mozo viejo pero estaba a tiempo de casarse y tener familia. Con esas cuentas fue que compró la mula y su cuñado lo arregló para que viajase con los arrieros hacían el camino de  Daroca.

El “Gru-gru” le sacó de sus pensamientos. La mula se tensó, nerviosa, igual que el resto de la caballería. La asió firme el bocado: “So, tranquilla, solo son las grullas. Por veces que pasen la reatas por aquí, nunca se acostumbran a estos graznidos”. Sí, tampoco lo recordaba ya, la multitud de sonidos que salían de la laguna al entrar el otoño. Aquello pájaros venían de Dios sabría dónde, siempre en las mismas fechas, y allí se quedaban durante el invierno.  Según entraba la primavera se iban de allí con el mismo estruendo que traían, hasta el siguiente otoño. Y junto a ellos, ranas, abubillas, águilas, zorros, corzos… Mientras el camino rodeaba la Laguna de Gallocanta, en dirección al pueblo que le daba nombre, se volvía a maravillas con el espectáculo que ofrecía aquella inmensidad de agua en medio de la nada. Se fijó, al pasar, en las pisadas de los jabalís que hacía muy poco hozaban en la ribera.

Desde que entrase en Molina, hacía dos semanas, le venía ocurriendo lo mismo. Recuerdos, cosas que sabía pero que su memoria había apartado hasta entones. Igual que ahora le ocurría con los pájaros de la Laguna de Gallocanta, le pasaba al mirar, ya enfilando la entrada al pueblo, las casas de Gallocanta. Volvía a oír su silencioso recibimiento. En la margen izquierda del camino podía ver algunas personas que se incorporaban de su afán en la tierra, advertidos de la presencia de arrieros y caballería. Esta vez había un forastero. Era él. Siempre fue forastero en Gallocanta, siempre fue de paso, y esa vez no iba a ser diferente.

La posada de Gallocanta seguía el mismo sitio, en la misma Calle Mayor, la principal por la que se atravesaba el pueblo, poco más arriba de la plaza del la iglesia. Una casona vieja, con la misma estructura que las demás de los vecinos con más posibles e, igual que éstas, hecha con las piedras del antiguo castillo de Gallocanta, del que no quedaba nada sino la certeza de que la mitad de sus piedras edificaron el pueblo.

Como sus compañeros, asió la rienda a una de las argollas de la entrada y cruzó la puerta. Los ojos se acostumbraron pronto a la penumbra y se dirigió al mostrador… Aquello era una suerte de tenducha -con aires de capital de dudoso gusto- mesón, hospedaje, todo en uno… como siempre lo había sido, hasta donde él sabía. Uno de ellos preguntó –“¿Quién hay?”. Al momento salió una mujer algo sudada, limpiándose las manos, de gesto serio y ocupado: “Díganme. ¡Hombre! ¡Buenos tardes nos de Dios! Ya se les esperaba. Un momento, que ya sale mi esposo.” Sin acabar de decir las últimas palabras, apareció tras las cortinas un hombre: “Buenas tardes, ¡Hoy si os descuidáis hacéis noche con las grullas!, ¡Ja, ja!”.

Uno de los arrieros, el más viejo, enjuto, moreno aún por los trabajos bajo el sol de los meses de verano contestó: “¿Qué tal don Fabián? Sí, hoy veníamos más retrasados. Aquí le traigo a Pedro, un vecino mío de Molina que se nos ha unido para evitarles tentaciones a los bandoleros. Hágale un buen precio por el jergón, la comida y el animal ¡Eh!, que es un emigrado a Barcelona que vuelve para quedarse,  ha ahorrado cuatro perricas para poder casarse en su tierra y quién sabe, a lo mejor le gusta esto de arriero de aquí a que lleguemos a Daroca, y tiene usted un cliente más ya de por vida”. Pedro asintió mientras sonreía, más pendiente del precio que le diese el posadero que de otra cosa, mientras alargaba la mano para saludar a don Fabián: “Buenas tardes nos de Dios, don Fabián. Pues eso que dice Miguel, poco más le voy a decir, que él ya lo ha dicho todo. Mi padre, que en gloria esté, también paraba aquí siendo un crío yo. Alguna vez le acompañé y, si alguna palabra tuvo de su posada, siempre fue para bien, de lo que fuese, la comida, la cuadra… lo que necesitó en cada viaje de los pocos que hizo”. Don Fabián contestó complacido de aquellas buenas palabras de su oficio y negocio: “¡Nada hombre, nada! Eso ni preguntarlo. Viene usted con Miguel, y lo que tengo ajustado con él se le aplica a usted igual. Además que sí, que creo que me suena su cara, y ahora que me habla usted de su padre debe ser que se le parece usted mucho”. “En Molina decían que, de entre todos sus hijos, era yo la viva imagen de mi santo padre”, apostilló Pedro.  “Lo dicho, Pedro, id a apañad los animales a la cuadra. Le dais razón al Jimeno… Miguel, tú ya sabes… y os venís para acá ya mismo para cenar. Que a mi santa mujer le han salido hoy las borrajas y los huevos tontos como gloria bendita.”

Al volver de la cuadra se dispusieron a la mesa dos de los arrieros y Pedro. Miguel quedó hablando con el posadero: “¿Se acuerda, don Fabián de las bromas que hacemos con lo mal que están los caminos y que ojalá se nos topasen quinientas duros en mitad del camino?”. –“Los que nos paran en todo el día, como tú y yo, Miguel, tiene que soñar, y Dios se porta bien con nosotros, como buenos cristianos que somos”, les respondía el posadero sin parar su faena. Miguel se acercó un poco más y le dijo en voz baja, aparentando reírse: “Don Fabián, creo que los quinientas duros, sino muchos más, se nos han cruzado...” –“¿Qué me cuentas Miguel?”- se detuvo don Fabián, extrañado de oír hablar así a Miguel. –“Le digo que este emigrado viene rico. Vi, que sobresalían por entre los fardos que lleva en la mula, unas telas muy ricas. Bordadas de oro y plata diría yo. El pequeño arcón lo lleva muy almohadillado y cuidado de que no sufra con el vaivén del animal. Nosotros no lo hemos sopesado pero también le vi, en un descuido, un cuchillo grabado. De plata o alpaca fina, don Fabián. Le juro que de menos no era aquel cuchillo”, este tal Pedro lleva una fortuna que disimula muy bien entre andrajos y fardeles pero que, por lo que he visto, puede dar para tres fortunas más pequeñas. ¿Qué me dice Don Fabián?”.  La cara del posadero, para quien hubiera podido verlo en aquel momento, se transmutó del asombro mezclado con el susto, a la normalidad, pasados unos segundos, a la frialdad. Lo había calculado todo mientras Miguel hablaba. Entonces en voz alta, para que se oyera bien –“¡Que te digo que no Miguel, que no has probado mejor vino que este en toda la comarca! No quería sacarlo aún a probar, debía dejar pasar unos días pero te estás poniendo muy cabezón. Pasa a la cocina que va a saber lo que son cuatro sorbos del mejor vino que ha dado Molina y Daroca y todos los pueblos de la Laguna, y me quedo corto... Anda pasa, pasa….”  Y cediendo el paso al arriero, empujándole levemente hacia dentro, desapareció con él tras la cortina.

-Lo dirigió hacia la despensa, en el otro lado de la cocina y le indicó a su mujer que sirviese las borrajas… -“¿Tú sabes lo que me acabas de decir, Miguel?”. Miguel le miró asustado.  “Sí, sí que sabes lo que me acabas de decir. ¿Y estás seguro de eso Miguel, de lo que me dices que has visto?”, volvió a preguntar el posadero. –“Mire don Fabián, es la primera vez que yo veo lo que he visto en esos fardos. Había visto cosas caras y buenas, muchas, en Daroca y cuando he ido hasta Zaragoza, pero nunca las vi en unos fardos como ésos. Ése sabe lo que lleva, pero no se ha visto con tanto bueno en su vida y no sabe cómo cuidarlo… Y yo, habiendo enterrado a una mujer y varios hijos por no tener más con que cuidarlos, harto de penas por estos caminos, que me perdone Dios, y sus buenas misas ofreceré, pero me prometí a mi mismo que quinientos duros en el camino no se me escapaban. De verdad le digo, que Dios me perdone, o que lleve al infierno si es menester, pero ni yo ni los míos vamos a pasar tantas penurias si puedo evitarlo. Pero yo no soy listo como usted, don Fabián. Por eso recurro a usted. Entraría también Fernando, otro de los dos arrieros que llevo, que vio como yo las telas, y juraría que pensó lo mismo que yo, y es que su familia y él llevan de sobra más palos que yo, que ha tenido que enterrar hace poco a un hijo de pocos meses por una mala corriente y no poder pagar la medicina. Que no le digo yo que no sea voluntad divina, pero da mucha rabia”- sentenció Miguel.

-“¡Ay, Miguel, si yo te entiendo la desesperación! A ver si te crees que la posada le hace rico a uno. Te matas a trabajar de sol a sol, guardas las mejores comidas como oro en paño para los clientes, a ver si le sacas alguna perra gorda al pan o al vino, pero la cosa no va bien para nadie. Se detuvo un momento. Miró fijamente e Miguel a través de sus ojos redondos, enmarcados en aquella cara oronda y rosada, que armonizaba perfectamente con la tripa incipiente bajo el delantal y las carnes de su mujer, y sentenció: -“¡Dios me perdone!, pero la desesperación hace que las gentes de bien se vean obligadas a estos azares. Cuenta conmigo. ¿Qué te ronda por la cabeza Migue?, porque la cosa tiene que hacerse esta noche. Lo normal es que mañana estuvierais ya en Daroca. ¿Allí no le esperan?, interrogó impaciente don Fabián.

-Tiene dos hermanos por lo que sé, pero como el trayecto era tan corto, no les avisó que iba. Lleva años sin verlos. La cosa es seria porque en Molina lo conocen. También allí tiene una hermana pero a ella le ha dicho que va intentar establecerse en Daroca, si confirmarle nada seguro... Por lo que sé, no son gente versada en las cuatro reglas… entre los de Molina y los de Daroca apenas si tienen contacto”, explicó Miguel.

-Pero y si les da por preguntar, si a la hermana de la por saber de su hermano, o visitarles a todos… Al no tener noticias de Pedro te preguntaría a ti que te conoce.- Inquirió don Fabián.

-“Y yo le diría que nos despedimos ya en Gallocanta porque quiso adelantarse él, sin verse aún las luces del alba, a Molina, entiendo yo que cansado de tanto viaje, desde que empezase su andadura en las diligencias desde Cataluña”-prosiguió Miguel.

-“Sí. Y viajando solo, sin que nadie le haya podido ver entre aquí y Daroca, ahora en octubre que ya hace frío y los caminos se transitan menos… sabrá Dios que le ocurrió”, añadió don Fabián.

Fue rápido… de madrugada Miguel despertó a Pedro: “El Jimeno dice no se qué de la mula, que vayas a ver…, espera, te acompaño”. Pedro se levantó alarmado, confiado en las palabras de Miguel. En la cuadra solo había oscuridad y animales… La luz que llevaba Miguel desapareció en la mano del arriero cuando se adelantó unos pasos, fingiendo buscar al mozo. Pedro sintió cómo le agarraban por detrás. Intentó desasirse y coger la navaja de su faja. Imposible. Un golpe fuerte en el costado mientras le tapaba la boca con un trapo para ahogar su grito. Vio a Miguel que venía de nuevo: “No le veo. ¡Miguel! ¿Por qué no haces nada? Apenas puedo respirar. Apenas si te veo. ¿Por qué? ¡El dinero, las telas, por eso me matáis!”. El último segundo de su vida acertó a extender la mano ya en el suelo. Buscando donde asirse, agarró la alpargata de Miguel. Éste le pedía perdón. “¡Pedro, perdónanos! ¡Perdónanos, Señor!”. Con la sorpresa de la mano de Pedro en su pie, cogió lo primero que encontró para defenderse. Un hacha clavada en la viga cercana. La lanzó buscando que Pedro retirase su mano. Pedro había muerto. Su mano se separó del brazo, asida aún al pie de Miguel.

El posadero lo había visto todo apenas a un metro, sin intervenir hasta entonces. No se detuvieron. Don Fabián recogió la mano desmembrada de Pedro y la metió en un saco, junto a dos palas de paja y tierra del establo, a la vez que limpió con tierra la sangre derramada. Miguel y Fernando cargaron el cuerpo e hicieron lo propio con la sangre vertida del costado de Pedro. Envolvieron el cuerpo en un espeso y viejo fardel y ropones desgastados preparados por don Fabián. Cogieron la mula de Pedro con su carga y otra mula donde cargaron el cuerpo de Miguel… se dirigieron al Peirón de Santa Bárbara. Los tres asesinos habían convenido enterrarlo allí, alejado del camino donde le podrían buscar, bajo la protección de Santa Bárbara, al menos así lo explicaba Miguel a Fernando mientras asentía don Fabián, mientras enfilaban, en silencio, la salida del pueblo hacia el camino de Santed. Estaban de suerte, hay luna llena y la noche es clara.

Lo enterraron donde rara vez miraba o pisaba alguien, a diez pasos por detrás del Peirón de Santa Bárbara. Con matojos de alrededor disimularon la tierra removida, asentados con piedras para que el viento de la laguna no los levante. La fosa hecha a suficiente profundidad, con cal viva sobre los fardeles que cubren el cuerpo, para que las alimañas de la laguna no se atrevan a remover los restos de Pedro.

Mientras acababan, Fernando, el tercero a repartir rompió el silencio que los inundaba desde que Pedro murió. El amanecer estaba cercano, el tiempo apremiaba para regresar sin que nadie advirtiese su falta: “¿Era necesario lo de la mano, Miguel?”. “Ya no importa ¿No crees?”, contesta Miguel con la cabeza baja. “¡Sí que importa! ¿Donde está la mano? ¿La metimos en los ropones con el resto o no?”, preguntó don muy nervioso. Se sintió al borde de un precipicio. La tranquilidad que le invadía según caminaban, sabiéndose rico -en el camino al peirón comprobaron que Miguel tenía razón. Pedro atesoraba más duros que lo que pudieron calcular. Entre dinero, los cubiertos de plata, un anillo que escondía en la faltriquera y las lujosas telas, podían hacer tres partes que, bien aprovechadas, darían para mejorar mucho la estrella de aquel triunvirato traidor. Pero ahora los tres se sintieron en la fosa, junto a Pedro.

Era como si Pedro hubiera sabido que, usando su último aliento para alargar la mano y coger de tal modo a Miguel, conseguiría vengarse de ellos. “¿Dónde está la mano?”-repitió de nuevo, con la voz quebrada, cobarde, nerviosa y desesperada… Miguel le sacó de dudas: “Sigue en la cuadra. Hay que deshacerse de ella de otra manera. Rece lo que sepa, don Fabián, y tú también Fernando. Encomendémonos a Dios, o al mismo demonio, ya me da igual tras esta noche… porque nuestro cuello anda cerca de crujir en el garrote vil”.

Volvieron, ya con el botín repartido, todo lo rápido que el sigilo se lo permitía. Por el camino decidieron que sería don Fabián el que se ocuparía de aquel maldito miembro. Se ofreció de inmediato, a cambio de que los otros cediesen algo de su parte. La navaja de Fernando lució de nuevo aquella noche pero le frenó Miguel: “¿No ves que no hay otro remedio? Nosotros tenemos las de perder. Mejor eso que el garrote vil. Aún te va a quedar más dinero que el que pensaste ver en toda tu vida”.

Don Fabián tenía que acercarse de buena mañana, con las primeras luces, hasta la huerta que poseía cerca de las ruinas de la casa Gamundi. De allí a la laguna hay solo unos pasos. Entre los juncos y la masa fangosa de la laguna puede hundir el saco. Si alguien le viese a esas horas, cosa normal, puede alegar que está tirando algunos malos cardos que salieron en la huerta, o alguna rata que el veneno mató: “Los pobres bichos de la laguna también tienen derecho, que son, como nosotros, criaturas de Dios”-alegaba don Fabián al explicar a los arrieros su maniobra.

Y sucedió como dijo. De nuevo con la suerte de cara, porque encontraron el saco donde lo olvidaron. Pareció que don Fabián había vendido su alma al diablo esa misma noche. En su camino a la laguna, abrió la puerta del corral de su huerta, sabedor del chirriar de maderas y metales al mover la cancela, y entró. Apena unos instantes más tarde salió, acompañado de la misma sintonía de crujidos. De allí, erguido, cabeza alta, con paso ligero y hacendoso, como cualquier otra mañana, con un pesado saco en la mano y unas hortalizas en el otro, se dirigió a la orilla de la laguna… En el saco había metido una pesada piedra, caída del antiguo muro de la huerta. “Con ella, el único testigo este crimen se hundirá para siempre en las aguas salobres. La Laguna de Gallocanta será su mejor guardián. Mejor sería incluso que hubiera peces y cangrejos que pudiesen dar buena cuenta de aquel trozo de carne desmembrado. Pero no, eso sería ya tener mucha suerte, bajo aquellas aguas llenas de sal no pueden vivir los peces” pensaba don Fabián, mientras hundía el saco harapiento, manchado de tierra extrañamente rojiza. De vuelta a la posada, se preguntó si podrá vivir el resto de su vida sabiendo que los testigos de la desdicha descansaban a tan poca distancia de su casa. Luego se recordó la fortuna que ahora poseía, y los remordimientos y temores se esfumaron. “Podré mandar al chico a estudiar a Zaragoza… y visitarle de vez en cuando para enseñarle las cosas buenas de la vida que no debe saber su santa madre”…

Los hermanos de Pedro no supieron de su desaparición hasta varios meses después, y ni entonces le llamaron desaparición. Por las señas que dio Miguel, el arriero de confianza con el que su cuñado y su hermana arreglaron su viaje a Daroca, pudieron suceder dos cosas, o bien le asaltaron, y no sabremos de él nunca más, o bien decidió irse a otro sitio sin avisar a sus hermanos. Lo segundo no les extrañó viniendo de un hermano menor siempre al margen de los demás, a los que demostraba cariño y a los que no dirigió una sola carta en los ocho años que pasó emigrado en los puertos catalanes. A los que nunca contó, ni ellos supieron, de su golpe de suerte con una viuda borracha que se encaprichó de él y un día se cayó por las escaleras, presa del alcohol. Nadie se sorprendió que en su casa no quedase apenas nada de valor cuando llegaron sus sobrinos. La pobre loca, que Dios tuviese en su gloria, se lo gastaba todo en beber, en vestidos horribles y en andar con hombres de inferior condición. Los bajos instintos acabaron con ella, como unos días más tarde acabaron con Pedro.

Miguel se mudó con su familia y su negocio arriero a Teruel. Los hijos pudieron aprender las cuatro reglas y no volver a pasar hambre mientras estuvieron bajo el techo de su padre. Fernando, en el viaje de vuelta a Molina, recogió a su mujer y sus hijos y se mudó a Daroca. Allí arrendó unas tierras y pudo entrar como mozo en una herrería para pasar a convertirse, años después en uno de los herreros más respetados de la localidad. Don Fabián, el escrupuloso posadero de Gallocanta, envió a su hijo a estudiar a Zaragoza. A su hija le concertó casorio con un hijo del molinero de Daroca. Nadie de Gallocanta estuvo a la altura del ajuar que le proporcionó. “Solo los antiguos Gamundi hubieran podido permitirse un matrimonio con una dote así”, les gustaba pensar a don Fabián. Visitó regularmente Zaragoza para hacer negocios -entre ellos vender por partes aquel anillo que tanto atesoraba Pedro-, y visitar los burdeles más exquisitos.

Cada otoño don Fabián, desde su posada, oye de nuevo el “Gru-gru” de las aves zancudas, los mil sonidos de las bestias de la Laguna, y se sonríe sabedor de que lo es que escucha es una auténtica sinfonía de vida que no le dice sino que su secreto de muerte está a salvo. Pedro no fue, como pensó, a Gallocanta de paso, fue para descansar… ¿en Paz?

Detenido un “te quiero”



Relato Presentado al concurso del Café Zalacaín, en 2012
Se conocían desde hacía tiempo. Eran ya amigos. Una complicidad que más de uno no había llegado a entender. Pero a ellos qué les importaba. Ni siquiera habían reparado en ello.
O sí. Sí habían reparado en ello. El silencio era el arma escogida en su pacto.

Nunca hablaban de ello. Disfrutaban el uno con otro. No había compañero más cercano, que el otro. Podían coincidir con muchos más compañeros de empeño de amigos, pero acababan hablando los cómplices, contándoselo todo, mirando y riendo como si nada más importase en ese momento que escuchar y mirar al otro. Escurrían los momentos como si fuese la cantimplora del aventurero que, perdido en pleno desierto, espera a que las últimas gotas afloren del cuero y se pierdan en su lengua sin apenas sentirlas. Solo una leve sensación de frescor, una leve sensación, promesa de mejores sensaciones, promesa y amenaza para ellos.

Era una ocasión especial. Habían quedado todos esa noche.  La Dirección les ofrecía una cena y los del comité habían concertado descuentos en las consumiciones de amplio bar-restaurante cercano. Ellos, siempre a la vanguardia de su pequeño grupo de íntimos. Se adelantaron para organizar el guardarropa.

Con el ticket en la mano, él pidió las copas de todos. Ambos las fueron repartiendo. Nada de alcohol. Era la norma no escrita en la que coincidían. Las noches como aquella eran para que los jefes hiciesen el ridículo, no para el empleado de contabilidad, o la seria chica de contenidos dejase memoria colectiva de sus compañeros de trabajo algún episodio ridículo que pudiese ser la comidilla de todos hasta la siguiente cena navideña de trabajo.

Conversaciones con unos, con otras, cotilleos, poco bailoteo y mucha tontería.  Les llegaban cotilleos. Éste y aquella… el otro y el mensajero… la coordinadora de admistración se ha separado y lo está pasando muy mal… la pobre. Unos provocan risitas, otros pena, otros piedad sincera. Ninguno de los dos están en situación parecida. Están, sí, por encima…

Acaba el evento. Lo hemos logrado. Su silencio los felicita. Él, caballero, quiere acompañarla hasta el coche. Se despiden con un beso de amigos. Les basta con eso.

Aparca el coche Las dos de la mañana. Repasa: Que orgullosa se siente de no de no confundir las cosas. ¿Un aviso del wasup en el móvil?: “No te asustes, no pasa nada. Soy yo. Estoy más adelante”. No entiende. Sí, se asusta, pero el mensaje es de él.

La luz de la farola lo identifica. Ella avanza con un gesto de interrogación: “¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?”

La mira serio y sereno. Le toma la mano en dirección a su casa. Se detiene allí donde la farola no llega. La besa un segundo y retira sus labios esperando su reacción. Ella cierra los ojos deseando y lamentando. No se aparta. Le mira y el silencio sigue hablando entre ellos. Vuelve a besarla. Un beso más largo, detenido, dulce. Un silencio acuoso con que hablan sin pronunciar un “te quiero”. Ella le mira con ternura y niega con la cabeza: “Te veo mañana, amigo mío”.

Un trabajo hecho y nunca pagado..Relato para R-y




Maldito Sol”. Es el primer pensamiento que me viene la memoria al recordar la muerte de mi abuela. Fue lo que pensé al detenerme a observar el paisaje a través de la ventanilla del tren que nos trasladaba, en apenas 50 minutos, desde el bullicioso Manhattan al apacible Greenwood Lake, la pequeña localidad en la que vivía mi abuela.

Era el trayecto de siempre, el paisaje de siempre. Y, sin embargo, era diferente. La luz de Sol lo invadía todo con energía. Sentía una rabia inmensa por la alegría que transmitía aquella luz. Quería que todo estuviera gris, frío, negro, mortecino. Pensé en esa palabra “mortecino”. Al darme cuenta de su significado no pude evitar las lágrimas. Eso me viene a la cabeza: tristeza y lágrimas, y el cuidado que ponía para que mi madre, sentada a mi lado, no se diese cuenta.

Apenas habían pasado unas horas desde escuchásemos al doctor Reed: “Deben estar con ella y pasar estos días allí. Aparte del tratamiento que evite el dolor, no se puede hacer más”.
Llevaba horas hundida: “¿Por qué ahora? Con la falta que me hace mi abuela, me la quitan. ¿Qué vamos a hacer?, Todo esto es demasiado para una niñata como yo. ¡Por Dios! ¡Tengo 17 años! Solo soy una buena chica acostumbrada a mi vida de princesita neoyorquina”.  Era en efecto una buena chica neoyorquina. Una preciosa chica -aunque esté mal que yo lo diga- de profundos ojos negros y melena chocolate, de dorada tez y fresca mirada, para la que la mayor parte de los días comenzaban con decidir qué ropa me iba a poner, y acababan en el escritorio de mi habitación, entre mis libros de estudio.
Los momentos de egoísmo se disipaban y volvía el doctor: “…tratamiento que le evita el dolor…”. Era lo más importante, que mi abuela no sufriera. Ya había soportado aquellos dolores en su cuerpo demasiado tiempo.
Mientras el tren nos acercaba, grité para mis adentros, que aquello no podía ser: “¡NO!”. Deseaba que alguien nos recibiese en el andén para decirnos que todo había sido un susto, una falsa alarma. “¡Esto es una pesadilla de la que no se puede despertar!”, me susurraba a mí misma. Mi madre fue incapaz de aguantar todo el trayecto sentada y se levantó para dar un paseo por el tren. Aquello me llamó la atención, porque no era propio de ella en un trayecto de apenas una hora.
Sí, mi abuela Maggie estaba enferma. Sí, mi madre y yo estábamos muy volcadas en ella. Formábamos una familia. Pero con 17 primaveras -parece mentira que haya pasado tan poco tiempo- creía que la distancia entre la rutina del combate con la enfermedad y que ésta ganase la batalla, sería mayor, que aún habría más tiempo para estar juntas, las tres.
En los malos momentos, siempre me reconforta el dulce rostro de mi madre. Aquel día, al regresar a su asiento, me miró, enlazó su mano con la mía, y me dedicó una sonrisa tranquilizadora como pocas. La calidez de sus ojos miel es algo que necesito.
Apenas hablamos. No hacíamos otra cosa que apretarnos las manos la una a la otra, mirándonos, aparentando firmeza.
Mi madre se llama Gwen. Sin ella yo no sería nada. Un día antes de la fatal noticia, yo estaba segura de todo mi mundo, y se lo debía a mi madre. Por ella quería estudiar Diseño de Moda, por ella me encantaba ser como era por dentro y por fuera. Me miraba en ella para todo. Mi madre poseía su propia Galería de Arte en Nueva York, que había conseguido con mucho trabajo, con una fortaleza que algunos no veían tras la dulzura de sus maneras y de su aspecto, pero que yo había constatado y admirado desde pequeña.
Antes de salir, mamá llamó desde el apartamento a la Galería: “Sí, hola. Soy yo. Solo llamaba para saber si ha llegado todo bien. ¿Sí? ¿Las referencias coinciden? ¿Y los has abierto ya? ¡Ah! ¡Perfecto!. Gracias por ocuparte.  Te volveré a llamar en cuanto pueda…. No, no lo sé. Hasta no verla no quiero adelantarme. Sí, lo sé, de verdad. No sabes cuánto te lo agradezco y la confianza que me da saber que estás tú ocupándote de todo. Tengo que dejarte. Yo te llamo. ¿De acuerdo? Hasta luego y gracias de nuevo”. Colgó el teléfono y, mientras configuraba el móvil solo para atender cuestiones familiares, al tiempo que se ponía el abrigo, me dijo: “Vamos muy bien de tiempo. ¿Has cogido algo de ropa? Sabes que allí el tiempo siempre es más fresco que en Manhattan. No recuerdo si tenías pijamas allí…”. “Si mamá. Tengo de todo. No te preocupes”, contesté al salir del apartamento. Mi madre cerró tras de mí la puerta. Abajo, el portero ya estaba al tanto de la situación. Nos saludó al abrirnos y despedirnos, ya en la calle, y se interesó brevemente por mi abuela. Mi madre agradeció sus palabras mientras esperábamos que nos parase un taxi.
Una hora y media más tarde bajaba del tren, en esa pequeña estación que conozco como la palma de mi mano. La casa de mi abuela  no quedaba lejos. Normalmente salíamos caminando hacia la calle principal y la seguíamos hasta llegar a nuestra casa familiar. Visitábamos a la abuela cada sábado desde que se había vuelto a instalar Greenwood Lake, y ese breve paseo desde la estación lo aprovechábamos para saludar a los vecinos, porque conocemos a todos y todos nos conocen.
Al bajar del tren mi madre tomó automáticamente el sendero paralelo a las vías, que es el camino que se toma cuando no quieres cruzarte con nadie. Mis pasos la siguieron, igual de convencidos que los suyos de que era el único camino para ese día. Logró vernos un vecino desde su jardín. Mi madre suspiró aliviada cuando respondió con la mano el saludo breve que nos dedicó aquel hombre con el solo movimiento de cabeza.
“¡Mira mamá, ya llegamos! Déjame las llaves. Abro y voy dejando los abrigos mientras tú te adelantas al dormitorio”, le dije mientras ella asentía apresurada, y entramos.
Gwen: “Gracias hija. Ahora vienes ¿Eh?”
Kristen: “Ahora mismo”
En la habitación el doctor y la abuela hablaban:
Maggie: “No se preocupe Reed”, estoy bien. Mandy está pendiente de todo. Usted váyase. Las chicas ya no tardarán. Luego habla usted con Gwen. Mis vecinos van a quejarse de que lo acaparo, y con razón”
Doctor Reed: “Parece mentira que haya nacido usted aquí. Los vecinos sabemos todos cómo estamos todos. Si fuese usted de esas señoras un poco quejicas, que también las tenemos por aquí… Pero nos conocemos todos. Nadie va a decir nada porque me entretenga hoy más aquí. De todas maneras no la voy a contrariar, doña cabezota Maggie. Voy a la consulta y dentro de un par de horas estoy de vuelta. Pero no se vaya usted a pensar. Mandy me ha prometido estofado y tarta de fresa de ésa especial que hace. Por eso vuelvo, no por usted”.
Qwen: “Pues con lo hambrienta que vengo, no le va a quedar estofado para cuando vuelva. Buenos días. ¿Doctor? ¿Mamá?”
Mi madre saludó a Reed y se inclinó para besar a la abuela sin querer mirarla a los ojos, mientras yo entraba en la habitación casi detrás de ella.
Kristen: “Buenos días. ¿Qué tal Doctor? ¡Abuela! ¿Cómo te encuentras? ¿Yo te veo muy bien? Mejor que el sábado pasado.
Qué fácil es mentir cuando es para expresar cariño. Era lo que estaba haciendo al tiempo que me esforzaba por no llorar.
Mi madre arregló los cojines y la cama. Se sentó en el cabecero de la cama, junto a la abuela.
Gwen: “¿El cambio en la medicación ha resultado bien, verdad?”.
Doctor: “Sí, eso era lo normal. Está mejor y más tranquila. Mandy me ha dicho que ha descansado mucho mejor. ¿Verdad Maggie?”.
Preguntaba al tiempo dirigía una sonrisa a mi abuela.
Maggie: “Si hija. Estoy bien. Era lo que le decía a Reed. ¡Que estoy bien!... Dentro de lo que cabe -añadió en voz baja y con resignación-
Empezaron a charlar sobre cosas rutinarias. Mi abuela la miraba pero mamá esquivaba sus ojos continuamente
Yo salí con el doctor de la habitación, con el pretexto de acompañarle a la puerta y saludar a Mandy.
Doctor: “Estaré aquí en un par de horas. Llamadme si hay cualquier cambio. Si veis que le cuesta respirar o notáis que tiene dolores. En eso debéis estar muy pendientes. He visto sonreír a tu abuela con dolores que hubieran hecho desmayarse a otros”.
Miré hacia abajo en otro esfuerzo por contener las lágrimas. Reed me acarició la cara.
Doctor: “Kristen. Tienes que ser fuerte. Te voy parecer degradable pero, aquí, quien peor lo está pasando es tu madre. Tu abuela no va a sufrir y yo diría que hasta tiene ganas de que todo acabe. Está cansada, muy cansada. Pero has de ser fuerte por tu madre y por ti misma. Ellas dos no son mujeres que se prodiguen en lamentos, y tú eres igual.”
Asentí sin poder decir palabra.
Cerré la puerta y me senté en el salón, mirando a mi alrededor, sin saber qué hacer. No me daba cuenta de que mi madre también había entrado en el salón. Apoyada en el marco de la puerta, mirando hacia el suelo, abrazada a sí misma. Sentí una ternura inmensa.
Miró a su alrededor y se adelantó hacia la chimenea.
Gwen: “Se ha dormido. Está agotada… Dormida no puede disimular lo que le cuesta respirar, aún con el oxígeno”.
Su mano recorría el perfil de la chimenea, sobre las que se acumulaban fotos familiares, las imágenes “principales”, que siempre le ha gustado decir a mi abuela. Mi madre las miró, se detuvo en una y empezó a buscar entre todas ellas.
Gwen: “Tenía que estar aquí, siempre ha estado… hija, ¿Tienes un pañuelo? No, mira, acércame la caja de Tissues que siempre tiene la abuela en la mesilla del teléfono. ¿Ves, está ahí? Como siempre… como siempre…
Las lágrimas le brotaron sin disimulo pero seguía buscando la fotografía. Por fin, al cabo de unos segundos, la encontró, en la estantería, junto a la chimenea. La cogió mientras se sonaba la nariz y se secaba la cara por enésima vez en diez segundos.
Gwen: “Es mi preferida. No sé si te lo he contado… Ésta es mi foto preferida. Mis padres están como eran poco antes de que el abuelo falleciese. Estamos los tres sonriendo y muy guapos, pero cada uno a lo suyo, un sábado cualquiera en el jardín. No era fácil que el abuelo sonriese -era muy cariñoso conmigo, pero siempre cuando estábamos solos, en casa, con mamá-. Era un hombre de semblante bastante serio, aunque contara chistes, que los contaba, su semblante estaba serio. Y aquel día un amigo de mi clase pasó con la bici, presumiendo de cámara nueva y nos hizo esta foto. Yo con mi bicicleta, mi madre tendiendo la ropa y mi padre liado con el coche -no fue nunca un buen mecánico-. Cada uno a lo suyo pero todos en casa, y todos sonriendo”.
Mi madre mezclaba la sobriedad en sus palabras con las sonrisas y con las lágrimas que le estrangulaban la garganta, todo en uno.
Kristen: Pero el abuelo falleció cuando tú eras más mayor que yo… -le dije intentando aportar normalidad con mi tono-.
Gwen: “Sí, en mi segundo curso de universidad. Pero mis amigos y yo por entonces aún cogíamos mucho la bici para movernos por Greenwood Lake. Esta foto es de ese verano”.
Me la acercó y se sentó junto a mí.
Kristen: “¡Es verdad, mamá! Si conozco la imagen, pero no me venía a la memoria. Como a la abuela le gusta tanto adornar toda la casa con imágenes familiares… ¡Me las conozco todas!”
Mi madre acercó para sí el estuche de Tissues junto al teléfono. Al alzar la vista de los pañuelos volvió a toparse con otras dos imágenes en las que se detuvo. Esta vez era su foto de graduación. Sus padres y ella de nuevo. Al lado, un sencillo marco de madera, recuadraba una imagen de ella y mi abuela abrazando a un sonrosado bebé de pocos días. Era yo.
Mi madre se desplomó. Se cubrió la cara con las manos, hundidos los codos en su cinturón, prácticamente acurrucada en el sofá.
Gwen: “Esto es demasiado, hija. No se puede hacer nada. Ella se va. Ahora le toca a ella. No quiero… no puedo”
La abracé, con toda la firmeza y toda la ternura de que fui capaz, mientras le acariciaba el pelo. El mundo se hundía pero nos teníamos la una a la otra.
Kristen: “¡Mamá, mamá!”, susurré.
Incorporé la cabeza y ví a Mandy, la cuidadora de mi abuela, que nos observaba, llorando también, desde el comedor. Me miró y se dirigió al dormitorio de Maggie. Mi madre se apartó de mí y se percató de la presencia de Mandy.
Gwen: “¡Mandy! Perdona no haber ido a saludarte. ¿Qué tal estás? ¡No llores mujer! ¡No ves que ya lloro yo por todas!.
Mi madre intentaba esbozar una sonrisa que se quedó en mueca. Abrazó a Mandy para consolarla.
Desde el fondo se oyó que mi abuela llamaba: “!Gwen!”
Nos apresuramos las tres. Suponía un gran esfuerzo, dado el estado de mi abuela, el que intentara llamarnos. Apenas nos habíamos separado de ella un par de minutos.
No parecía la misma mujer de hacía apenas un rato. Estaba mucho más pálida y el hilillo de voz se había reducido a un suspiro.
Mi madre se postró junto a la cama y le cogió de nuevo las manos. Llorando sin disimulo le dijo: “Estoy aquí, mamá. Estamos aquí. Todas nosotras”
La abuela apretó la mano de mi madre y sonrió levemente a través de la mascarilla. Me pareció incluso que suspiraba aliviada, como si hubiese despertado de una pesadilla.
Acertó a decir: “Ya me encuentro mejor. Me ha faltado el aire un instante, y temía haber soñado que ya habíais llegado”.
Dos horas más tarde, el timbre de la puerta, anunciaba el regreso del doctor Reed. Salí a abrir y de inmediato volvimos ambos al dormitorio.
El doctor volvía a examinar a Maggie: “¿Todo bien?”
Gwen: “Durante un momento pareció muy intranquila. Parece que tuvo una pesadilla pero al vernos aquí se tranquilizó”.
La abuela asintió al relato de mi madre. Yo no podía hablar.
Reed: “Perfecto. ¿Pues si me acompañas a la cocina, Gwen? Ya os dije que venía a por el estofado de Mandy…”
Gwen: ¡Claro! La suya es una receta estupenda.
Me miró antes de salir a la cocina, delante del doctor, buscando mi afirmación de que me quedaba en la habitación con Maggie.
Dudé un momento antes de ocupar el lugar de mi madre junto a la abuela. Le cogí su suave y fría mano. Su piel, casi traslúcida, delataba sus venas, de un pálido azul enfermizo.
Mi abuela abrió los ojos, giró la cabeza y me miró. Me sonrió como antes a mi madre.
Kristen: “¿Quieres algo de beber, o comer? ¿Llamo a mi madre o a Mandy para que te traigan algo?”.
Fue, y es, una pregunta estúpida. Lo primero que pierden las personas que se están muriendo es el apetito. Ella esa tarde ya no tenía fuerza ni para apretarme la mano, ¿Cómo pensar en que tuviese fuerzas para tragar?”
Arrugó el entrecejo para negar, en un gesto muy suyo, heredado por mi madre y por mí.
En la cocina el doctor preparaba a mi madre: “Está mucho peor que cuando me he ido. Le cuesta mucho respirar. El pulso no le va bien. Gwen… no creo que llegue mañana”.
Gwen suspiró con angustia.
“Pero, ¿No sufre, verdad? Es lo único que importa ahora. Que su cuerpo no sufra”.
Reed: “No, no sufre. El cambio de medicación fue para eso. Y yo no me voy hoy de aquí para evitarle más dolores”.
Gwen: “Ya te lo he dicho muchas veces… Gracias por todo, Reed… Tengo que volver con ella”.
Reed: “Lo entiendo. Prefiero dejaros a Kristen y a ti con ella. Si me necesitas estoy aquí”.
Mi madre cruzó de nuevo el salón en dirección al dormitorio. Otra imagen la retuvo un instante. Una fotografía en la que aparecían ella y Maggie en el embarcadero del lago, que les hice yo siendo aún una niña. Aceleró el paso para arrodillarse cuanto antes junto a su moribunda madre. Aquellas horas, quizás minutos, serían los últimos que pasaría junto a ella.
Cuando Maggie despertó ya había anochecido. Miró a mi madre, como volviendo a cerciorarse de que estaba allí.
Con una fuerza que ninguna de nosotras esperaba, intentó quitarse la mascarilla. Mi madre la ayudó a desprenderse de ella.
Gwen: “Mamá ¿Qué pasa? ¿Te molesta? Espera que te ayudo. ¿Quieres que llame al doctor?
La cerúlea cara Maggie negó con la cabeza y se esforzó por decir: “No. Tengo que decirte una cosa. Tengo que pedirte una cosa. No me atrevía pero tengo que hacerlo porque es lo mejor”

Gwen: “Dime mamá. Dime lo que sea pero intenta no esforzarte. Yo me acerco y me lo dices bajito para que no te canses…”
Se acercó, la besó de nuevo en la frente y puso su oído junto a los labios de mi abuela, que empezó a susurrar: “Gwen, tienes que venir a vivir a Greenwood Lake. Tienes que volver a esta casa, con Kristen”.
Gwen se quedó mirándola con ternura y con sorpresa pero con un atisbo de decisión: “Mamá no te preocupes por eso ahora. Descansa por favor. Kristen y yo estamos aquí contigo y no nos vamos a ir”.
Yo también me acerqué a escuchar a Maggie. Junto al cabecero de la cama pude escuchar la petición de mi abuela. Pero mi cara solo pudo expresar sorpresa. Mis ojos se cruzaban con los de mi madre. Las dos estábamos pensando lo mismo: “¿Qué significa eso?¿Qué es todo eso?”.
Apostillé a mi madre.
Kristen: “Abuela, nosotras estamos aquí contigo”. Le acaricié sus rizos grises, en un gesto instintivo buscando tranquilizarla y tranquilizarme yo.
Maggie volvió a arrugar el entrecejo y esta vez habló algo más fuerte y con más esfuerzo: “Debéis venir a vivir aquí. Ahora os quedáis solas y este pueblo es vuestra casa. Vuestras raíces. Sin mí, perderéis todo lo que eso significa. ¡Debéis vivir aquí! ¡Lo necesitáis!
Mi madre protestó intentando no alterar a la abuela.
Gwen: “¡Pero mamá…!”.
Mi abuela la interrumpió: “Promémelo Gwen. Prométeme que os mudaréis a Greenwood Lake”.
Maggie clavó sus ojos en la dulce y asustada mirada de mamá. Por un segundo volvió la dura y decidida Maggie. Exigía una promesa imposible con su último aliento. Y yo también clavé mis ojos en mamá, para rogar que no lo hiciera. Negué con la cabeza.
Su madre se moría.
Gwen: “Está bien mamá. Nos mudaremos a esta casa. Viviremos en Greenwood Lake”
Maggie: “Prométemelo hija. ¡Mírame y prométemelo!”
La abuela no apartaba los ojos. Gwen la miró fijamente y claudicó.
Gwen: “Te lo prometo”
Aquella mujer moribunda, que era la mitad de mi mundo, pareció escaparse de ese túnel que cuentan que todos atravesamos cuando nos llega la hora, para volver con su fuerza habitual durante un segundo. Apretó con fuerza la mano de mi madre mientras dejaba caer su cabeza en la almohada. Exhaló un suspiro que pareció el último.
Corrí a llamar al doctor: “¡Doctor Reed, por favor!
Mandy me había sustituido junto al cabecero y mesaba el pelo de mi abuela mientras y le tocaba suavemente la frente, al tiempo que vigilaba la máquina que monitorizaba el corazón de Maggie. Estaba llorando ya sin disimulo. Hasta entonces nos había acompañado en una silla junto a la puerta de la habitación.
El doctor Reed preguntó: “¿Mandy?”
Mandy, con el tono firme y negando con la cabeza: “No. Tiene pulso. Muy débil pero tiene pulso… No creo que vuelva a despertar”
Volvió a ocupar su silla al final del dormitorio, enjugándose las lágrimas y mirando a mi abuela, a la que dedicó una leve sonrisa. Me pareció que se estaba despidiendo de ella, que le hablaba sin hablarle porque no lo necesitaba.
Ya no despertó. Fue horrible ver cómo su respiración fue haciéndose más dificultosa cada vez. Mi madre le ponía la mano en el pecho, asustada ante los convulsos movimientos de su tórax. Miraba a Reed pidiendo otra explicación: “Te puedo jurar que no está sufriendo. Su cuerpo se está apagando. Deja de funcionar. Como un mecanismo, que ya no tuviera energía, se mueve casi por inercia… Hasta que se pare”.
Mi madre estaba desesperada. La voz le temblaba y demandaba más explicaciones. No entendía…
Gwen: “¿Pero, entonces…?”
Reed: “Ella sigue ahí. Hasta que su cuerpo siga viviendo, hasta que su corazón funcione, hasta el final, ella está ahí”
El monitor emitió un pitido intenso. Una ralla continua e infinita.
Reed se apresuró a tomar el pulso y la respiración. Se llevó una mano a la cabeza, ocultando un rostro que delataba el cariño, fraguado en años de relación con su paciente: “Ha muerto. Lo siento”
Mandy se dirigió hacia mi madre, que aún no reaccionaba: “Lo siento muchísimo Gwen”
Luego vino hacia mí y me puso la mano en el hombro. Yo solo podía mirar a mi abuela. El contacto de su mano me rescató de la desagradable espiral en la que me estaba hundiendo: “Lo siento Kristen. La queríamos mucho. La quería mucho… mucho”.
Salió de la habitación en dirección a la cocina.
Mi madre apretó la mano de la abuela entre las suyas y hundió su rostro en ellas y gimió en un murmullo que no paraba: ¡Mamá, mamá! ¡No, mamá! ¡Por favor! ¡Mamá!
Yo corrí a su lado. Me acurruqué junto a ella. La abrazaba buscando su calor y el contacto con mi abuela. Lloré como nunca hasta entonces lo había hecho.
Ninguna podíamos parar de llorar. No sé el tiempo que estuvimos así.
Supongo que fue Mandy, o el doctor, quienes avisaron a la funeraria y se encargaron de todo.
Creo que me quedé dormida allí acurrucada. Me desperté en mi dormitorio, en la planta superior de la casa. Mandy me había estado vigilando, como lo había hecho con la abuela, y como supongo lo hizo cuando nos hundimos junto a la cama.
Me ofreció un poco de leche en un vaso que yo rechacé: “¿Y mi madre?”
Deseaba que Mandy me dijese que estaba junto a mi abuela haciendo el desayuno, o algo así, como tantas veces habían hecho los fines de semana.
Pero Mandy me introdujo de nuevo en el pozo negro que ahora era mi realidad: “Está abajo. Está mejor de ánimo. No ha dormido ni se ha separado de tu abuela hasta que han venido de servicios funerarios, y ni por esas. No se ha perdido un solo detalle de todo lo que hacían, hasta que se le han llevado a la funeraria. Le ha elegido el vestido para el ataúd, les ha insistido en los colores que le gustaban a tu abuela para maquillarse, les ha dicho que no era mujer de maquillajes espesos… Y se ha quedado pegada al cristal de la puerta un buen rato después de despedirlos al pie del coche. Está serena pero como ida. Así que he vuelto a subir aquí a ver cómo estabas tú y ver si te despertabas. Tienes que cambiarte y bajar con tu madre. Debéis ir a la funeraria. A estas horas ya tendrán todo preparado. El entierro es por la tarde. A tu abuela le encantaban las puestas del sol. Era uno de sus momentos favoritos del día. Como verás, es un vestido negro que no conoces. Tu madre ha llamado a Marguerite, la dueña de la boutique, para que trajese vestidos para ella y para ti. Es de tu talla”.
Todo lo demás, hasta estar de pie, junto a mi madre, lo tengo envuelto en una nebulosa gris como los rizos de mi abuela. Mandy me dijo que mi madre estaba como ida, me dijo “Debes estar a su lado”. Y lo hice, pero era como un autómata, hasta el momento en que la mano de mi madre, en el cementerio, me sacó de mi pozo. Me asió la mano como quien busca un salvavidas. Parecía que se iba a caer. La ayudé a sentarse y me senté junto a ella. De fondo, percibía el murmullo de las palabras del sacerdote.
Al terminar los oficios, mi madre, más entera, se levantó, cogió un rosa blanca de un manojo en una cesta, junto al féretro, y la depositó en la tapa. Yo la imité sin pensar. Y al poner mi rosa junto a la suya, fui consciente de que mi abuela estaba allí dentro, de que no volvería a verla. Sentía vértigo. Susurré: “Adiós abuela. Te he querido y te querré siempre”.
Al volver junto a mi madre pensaba en lo mucho que odiaba a la maldita muerte: “Mamá. Odio la muerte”.
Ella me acarició el pelo y, con la dulzura y firmeza que la habían abandonado al subir al tren, en Nueva York, me dijo: “No Kristen. Por muy tristes o enfadadas que estemos, hay que aceptar la muerte. Ahora no lo entiendes, pero lo entenderás”.  Me volvió a besar y a abrazar.
Alcé la vista, enfadada, con el entrecejo arrugado. Y mis ojos se toparon con unos ojos grises que se clavaban en el ataúd de mi abuela.
Un chico, apartado unos metros del resto de la gente, asistía al entierro. No pude apartar los ojos de él porque él no apartaba los ojos del féretro.
No debía tener más edad que yo. Su palidez enfermiza, la tristeza de su semblante, inspiraban ternura e inquietud a un tiempo. Supuse que conocía a mi abuela. Pero yo no le conocía, y conocía a buena parte de los jóvenes de Greenwood Lake.
Al dirigirnos al coche, de vuelta a casa, pude ver cómo abandonaba el cementerio. La curiosidad por saber de quién se trataba me apartó del dolor por mi abuela un instante, y en mi fuero interno lo agradecí: “Mamá. ¿Has visto a ese chico? ¿El que estaba apartado del resto? ¿Quién es? No le conozco de nada. Es aquel que va a cruzar la calle.
Mi madre siguió con la vista su figura: “Pues no caigo ahora…No, no sé quién es Kristen, o no lo recuerdo, no me suena… no lo sé. Sube al coche cariño. Quiero volver a casa”
No quise molestar más a mi madre con aquello: “Claro mamá. Yo también estoy deseando irme de aquí”.
El coche arrancó. Mi mirada distraída a través del cristal tropezó con la del muchacho, que se había quedado parado, esperando a que pasara nuestro automóvil.
Aquella mirada fue eterna. Nos miramos sin miedo, como si nos conociésemos y no hiciese falta decir nada, como si todo se hubiera dicho ya. Fue cuando me atrapó, y sigo atrapada desde entonces.
Me llamo Kristen Harris y esta es la historia de cómo la muerte cambió mi vida.