“Maldito Sol”. Es el
primer pensamiento que me viene la memoria al recordar la muerte de mi abuela.
Fue lo que pensé al detenerme a observar el paisaje a través de la ventanilla
del tren que nos trasladaba, en apenas 50 minutos, desde el bullicioso
Manhattan al apacible Greenwood Lake, la pequeña localidad en la que vivía mi
abuela.
Era el
trayecto de siempre, el paisaje de siempre. Y, sin embargo, era diferente. La
luz de Sol lo invadía todo con energía. Sentía una rabia inmensa por la alegría
que transmitía aquella luz. Quería que todo estuviera gris, frío, negro,
mortecino. Pensé en esa palabra “mortecino”. Al darme cuenta de su significado
no pude evitar las lágrimas. Eso me viene a la cabeza: tristeza y lágrimas, y
el cuidado que ponía para que mi madre, sentada a mi lado, no se diese cuenta.
Apenas
habían pasado unas horas desde escuchásemos al doctor Reed: “Deben estar con
ella y pasar estos días allí. Aparte del tratamiento que evite el dolor, no se
puede hacer más”.
Llevaba
horas hundida: “¿Por qué ahora? Con la falta que me hace mi abuela, me la
quitan. ¿Qué vamos a hacer?, Todo esto es demasiado para una niñata como yo.
¡Por Dios! ¡Tengo 17 años! Solo soy una buena chica acostumbrada a mi vida de princesita
neoyorquina”. Era en efecto una buena
chica neoyorquina. Una preciosa chica -aunque esté mal que yo lo diga- de
profundos ojos negros y melena chocolate, de dorada tez y fresca mirada, para
la que la mayor parte de los días comenzaban con decidir qué ropa me iba a
poner, y acababan en el escritorio de mi habitación, entre mis libros de
estudio.
Los
momentos de egoísmo se disipaban y volvía el doctor: “…tratamiento que le evita
el dolor…”. Era lo más importante, que mi abuela no sufriera. Ya había
soportado aquellos dolores en su cuerpo demasiado tiempo.
Mientras
el tren nos acercaba, grité para mis adentros, que aquello no podía ser:
“¡NO!”. Deseaba que alguien nos recibiese en el andén para decirnos que todo había
sido un susto, una falsa alarma. “¡Esto es una pesadilla de la que no se puede
despertar!”, me susurraba a mí misma. Mi madre fue incapaz de aguantar todo el
trayecto sentada y se levantó para dar un paseo por el tren. Aquello me llamó
la atención, porque no era propio de ella en un trayecto de apenas una hora.
Sí, mi
abuela Maggie estaba enferma. Sí, mi madre y yo estábamos muy volcadas en ella.
Formábamos una familia. Pero con 17 primaveras -parece mentira que haya pasado
tan poco tiempo- creía que la distancia entre la rutina del combate con la
enfermedad y que ésta ganase la batalla, sería mayor, que aún habría más tiempo
para estar juntas, las tres.
En
los malos momentos, siempre me reconforta el dulce rostro de mi madre. Aquel
día, al regresar a su asiento, me miró, enlazó su mano con la mía, y me dedicó
una sonrisa tranquilizadora como pocas. La calidez de sus ojos miel es algo que
necesito.
Apenas
hablamos. No hacíamos otra cosa que apretarnos las manos la una a la otra,
mirándonos, aparentando firmeza.
Mi
madre se llama Gwen. Sin ella yo no sería nada. Un día antes de la fatal
noticia, yo estaba segura de todo mi mundo, y se lo debía a mi madre. Por ella
quería estudiar Diseño de Moda, por ella me encantaba ser como era por dentro y
por fuera. Me miraba en ella para todo. Mi madre poseía su propia Galería de
Arte en Nueva York, que había conseguido con mucho trabajo, con una fortaleza
que algunos no veían tras la dulzura de sus maneras y de su aspecto, pero que
yo había constatado y admirado desde pequeña.
Antes
de salir, mamá llamó desde el apartamento a la Galería: “Sí, hola. Soy yo. Solo
llamaba para saber si ha llegado todo bien. ¿Sí? ¿Las referencias coinciden? ¿Y
los has abierto ya? ¡Ah! ¡Perfecto!. Gracias por ocuparte. Te volveré a llamar en cuanto pueda…. No, no
lo sé. Hasta no verla no quiero adelantarme. Sí, lo sé, de verdad. No sabes
cuánto te lo agradezco y la confianza que me da saber que estás tú ocupándote
de todo. Tengo que dejarte. Yo te llamo. ¿De acuerdo? Hasta luego y gracias de
nuevo”. Colgó el teléfono y, mientras configuraba el móvil solo para atender
cuestiones familiares, al tiempo que se ponía el abrigo, me dijo: “Vamos muy
bien de tiempo. ¿Has cogido algo de ropa? Sabes que allí el tiempo siempre es
más fresco que en Manhattan. No recuerdo si tenías pijamas allí…”. “Si mamá.
Tengo de todo. No te preocupes”, contesté al salir del apartamento. Mi madre
cerró tras de mí la puerta. Abajo, el portero ya estaba al tanto de la
situación. Nos saludó al abrirnos y despedirnos, ya en la calle, y se interesó
brevemente por mi abuela. Mi madre agradeció sus palabras mientras esperábamos
que nos parase un taxi.
Una
hora y media más tarde bajaba del tren, en esa pequeña estación que conozco
como la palma de mi mano. La casa de mi abuela
no quedaba lejos. Normalmente salíamos caminando hacia la calle
principal y la seguíamos hasta llegar a nuestra casa familiar. Visitábamos a la
abuela cada sábado desde que se había vuelto a instalar Greenwood Lake, y ese
breve paseo desde la estación lo aprovechábamos para saludar a los vecinos,
porque conocemos a todos y todos nos conocen.
Al
bajar del tren mi madre tomó automáticamente el sendero paralelo a las vías,
que es el camino que se toma cuando no quieres cruzarte con nadie. Mis pasos la
siguieron, igual de convencidos que los suyos de que era el único camino para
ese día. Logró vernos un vecino desde su jardín. Mi madre suspiró aliviada
cuando respondió con la mano el saludo breve que nos dedicó aquel hombre con el
solo movimiento de cabeza.
“¡Mira
mamá, ya llegamos! Déjame las llaves. Abro y voy dejando los abrigos mientras
tú te adelantas al dormitorio”, le dije mientras ella asentía apresurada, y
entramos.
Gwen:
“Gracias hija. Ahora vienes ¿Eh?”
Kristen:
“Ahora mismo”
En
la habitación el doctor y la abuela hablaban:
Maggie:
“No se preocupe Reed”, estoy bien. Mandy está pendiente de todo. Usted váyase.
Las chicas ya no tardarán. Luego habla usted con Gwen. Mis vecinos van a
quejarse de que lo acaparo, y con razón”
Doctor
Reed: “Parece mentira que haya nacido usted aquí. Los vecinos sabemos todos
cómo estamos todos. Si fuese usted de esas señoras un poco quejicas, que también
las tenemos por aquí… Pero nos conocemos todos. Nadie va a decir nada porque me
entretenga hoy más aquí. De todas maneras no la voy a contrariar, doña cabezota
Maggie. Voy a la consulta y dentro de un par de horas estoy de vuelta. Pero no
se vaya usted a pensar. Mandy me ha prometido estofado y tarta de fresa de ésa
especial que hace. Por eso vuelvo, no por usted”.
Qwen:
“Pues con lo hambrienta que vengo, no le va a quedar estofado para cuando
vuelva. Buenos días. ¿Doctor? ¿Mamá?”
Mi
madre saludó a Reed y se inclinó para besar a la abuela sin querer mirarla a
los ojos, mientras yo entraba en la habitación casi detrás de ella.
Kristen:
“Buenos días. ¿Qué tal Doctor? ¡Abuela! ¿Cómo te encuentras? ¿Yo te veo muy
bien? Mejor que el sábado pasado.
Qué
fácil es mentir cuando es para expresar cariño. Era lo que estaba haciendo al
tiempo que me esforzaba por no llorar.
Mi
madre arregló los cojines y la cama. Se sentó en el cabecero de la cama, junto
a la abuela.
Gwen:
“¿El cambio en la medicación ha resultado bien, verdad?”.
Doctor:
“Sí, eso era lo normal. Está mejor y más tranquila. Mandy me ha dicho que ha descansado
mucho mejor. ¿Verdad Maggie?”.
Preguntaba
al tiempo dirigía una sonrisa a mi abuela.
Maggie:
“Si hija. Estoy bien. Era lo que le decía a Reed. ¡Que estoy bien!... Dentro de
lo que cabe -añadió en voz baja y con resignación-
Empezaron
a charlar sobre cosas rutinarias. Mi abuela la miraba pero mamá esquivaba sus
ojos continuamente
Yo
salí con el doctor de la habitación, con el pretexto de acompañarle a la puerta
y saludar a Mandy.
Doctor:
“Estaré aquí en un par de horas. Llamadme si hay cualquier cambio. Si veis que
le cuesta respirar o notáis que tiene dolores. En eso debéis estar muy
pendientes. He visto sonreír a tu abuela con dolores que hubieran hecho
desmayarse a otros”.
Miré
hacia abajo en otro esfuerzo por contener las lágrimas. Reed me acarició la
cara.
Doctor:
“Kristen. Tienes que ser fuerte. Te voy parecer degradable pero, aquí, quien
peor lo está pasando es tu madre. Tu abuela no va a sufrir y yo diría que hasta
tiene ganas de que todo acabe. Está cansada, muy cansada. Pero has de ser
fuerte por tu madre y por ti misma. Ellas dos no son mujeres que se prodiguen
en lamentos, y tú eres igual.”
Asentí
sin poder decir palabra.
Cerré
la puerta y me senté en el salón, mirando a mi alrededor, sin saber qué hacer.
No me daba cuenta de que mi madre también había entrado en el salón. Apoyada en
el marco de la puerta, mirando hacia el suelo, abrazada a sí misma. Sentí una
ternura inmensa.
Miró
a su alrededor y se adelantó hacia la chimenea.
Gwen:
“Se ha dormido. Está agotada… Dormida no puede disimular lo que le cuesta
respirar, aún con el oxígeno”.
Su
mano recorría el perfil de la chimenea, sobre las que se acumulaban fotos
familiares, las imágenes “principales”, que siempre le ha gustado decir a mi
abuela. Mi madre las miró, se detuvo en una y empezó a buscar entre todas ellas.
Gwen:
“Tenía que estar aquí, siempre ha estado… hija, ¿Tienes un pañuelo? No, mira,
acércame la caja de Tissues que siempre tiene la abuela en la mesilla del
teléfono. ¿Ves, está ahí? Como siempre… como siempre…
Las
lágrimas le brotaron sin disimulo pero seguía buscando la fotografía. Por fin,
al cabo de unos segundos, la encontró, en la estantería, junto a la chimenea.
La cogió mientras se sonaba la nariz y se secaba la cara por enésima vez en
diez segundos.
Gwen:
“Es mi preferida. No sé si te lo he contado… Ésta es mi foto preferida. Mis
padres están como eran poco antes de que el abuelo falleciese. Estamos los tres
sonriendo y muy guapos, pero cada uno a lo suyo, un sábado cualquiera en el
jardín. No era fácil que el abuelo sonriese -era muy cariñoso conmigo, pero
siempre cuando estábamos solos, en casa, con mamá-. Era un hombre de semblante
bastante serio, aunque contara chistes, que los contaba, su semblante estaba
serio. Y aquel día un amigo de mi clase pasó con la bici, presumiendo de cámara
nueva y nos hizo esta foto. Yo con mi bicicleta, mi madre tendiendo la ropa y
mi padre liado con el coche -no fue nunca un buen mecánico-. Cada uno a lo suyo
pero todos en casa, y todos sonriendo”.
Mi
madre mezclaba la sobriedad en sus palabras con las sonrisas y con las lágrimas
que le estrangulaban la garganta, todo en uno.
Kristen:
Pero el abuelo falleció cuando tú eras más mayor que yo… -le dije intentando
aportar normalidad con mi tono-.
Gwen:
“Sí, en mi segundo curso de universidad. Pero mis amigos y yo por entonces aún
cogíamos mucho la bici para movernos por Greenwood Lake. Esta foto es de ese
verano”.
Me
la acercó y se sentó junto a mí.
Kristen:
“¡Es verdad, mamá! Si conozco la imagen, pero no me venía a la memoria. Como a
la abuela le gusta tanto adornar toda la casa con imágenes familiares… ¡Me las conozco
todas!”
Mi
madre acercó para sí el estuche de Tissues junto al teléfono. Al alzar la vista
de los pañuelos volvió a toparse con otras dos imágenes en las que se detuvo.
Esta vez era su foto de graduación. Sus padres y ella de nuevo. Al lado, un
sencillo marco de madera, recuadraba una imagen de ella y mi abuela abrazando a
un sonrosado bebé de pocos días. Era yo.
Mi
madre se desplomó. Se cubrió la cara con las manos, hundidos los codos en su
cinturón, prácticamente acurrucada en el sofá.
Gwen:
“Esto es demasiado, hija. No se puede hacer nada. Ella se va. Ahora le toca a
ella. No quiero… no puedo”
La
abracé, con toda la firmeza y toda la ternura de que fui capaz, mientras le
acariciaba el pelo. El mundo se hundía pero nos teníamos la una a la otra.
Kristen:
“¡Mamá, mamá!”, susurré.
Incorporé
la cabeza y ví a Mandy, la cuidadora de mi abuela, que nos observaba, llorando
también, desde el comedor. Me miró y se dirigió al dormitorio de Maggie. Mi
madre se apartó de mí y se percató de la presencia de Mandy.
Gwen:
“¡Mandy! Perdona no haber ido a saludarte. ¿Qué tal estás? ¡No llores mujer!
¡No ves que ya lloro yo por todas!.
Mi
madre intentaba esbozar una sonrisa que se quedó en mueca. Abrazó a Mandy para
consolarla.
Desde
el fondo se oyó que mi abuela llamaba: “!Gwen!”
Nos apresuramos
las tres. Suponía un gran esfuerzo, dado el estado de mi abuela, el que
intentara llamarnos. Apenas nos habíamos separado de ella un par de minutos.
No
parecía la misma mujer de hacía apenas un rato. Estaba mucho más pálida y el
hilillo de voz se había reducido a un suspiro.
Mi
madre se postró junto a la cama y le cogió de nuevo las manos. Llorando sin
disimulo le dijo: “Estoy aquí, mamá. Estamos aquí. Todas nosotras”
La abuela
apretó la mano de mi madre y sonrió levemente a través de la mascarilla. Me
pareció incluso que suspiraba aliviada, como si hubiese despertado de una
pesadilla.
Acertó
a decir: “Ya me encuentro mejor. Me ha faltado el aire un instante, y temía
haber soñado que ya habíais llegado”.
Dos
horas más tarde, el timbre de la puerta, anunciaba el regreso del doctor Reed.
Salí a abrir y de inmediato volvimos ambos al dormitorio.
El
doctor volvía a examinar a Maggie: “¿Todo bien?”
Gwen:
“Durante un momento pareció muy intranquila. Parece que tuvo una pesadilla pero
al vernos aquí se tranquilizó”.
La
abuela asintió al relato de mi madre. Yo no podía hablar.
Reed:
“Perfecto. ¿Pues si me acompañas a la cocina, Gwen? Ya os dije que venía a por
el estofado de Mandy…”
Gwen:
¡Claro! La suya es una receta estupenda.
Me
miró antes de salir a la cocina, delante del doctor, buscando mi afirmación de
que me quedaba en la habitación con Maggie.
Dudé
un momento antes de ocupar el lugar de mi madre junto a la abuela. Le cogí su
suave y fría mano. Su piel, casi traslúcida, delataba sus venas, de un pálido
azul enfermizo.
Mi
abuela abrió los ojos, giró la cabeza y me miró. Me sonrió como antes a mi
madre.
Kristen:
“¿Quieres algo de beber, o comer? ¿Llamo a mi madre o a Mandy para que te
traigan algo?”.
Fue,
y es, una pregunta estúpida. Lo primero que pierden las personas que se están
muriendo es el apetito. Ella esa tarde ya no tenía fuerza ni para apretarme la
mano, ¿Cómo pensar en que tuviese fuerzas para tragar?”
Arrugó
el entrecejo para negar, en un gesto muy suyo, heredado por mi madre y por mí.
En
la cocina el doctor preparaba a mi madre: “Está mucho peor que cuando me he
ido. Le cuesta mucho respirar. El pulso no le va bien. Gwen… no creo que llegue
mañana”.
Gwen
suspiró con angustia.
“Pero,
¿No sufre, verdad? Es lo único que importa ahora. Que su cuerpo no sufra”.
Reed:
“No, no sufre. El cambio de medicación fue para eso. Y yo no me voy hoy de aquí
para evitarle más dolores”.
Gwen:
“Ya te lo he dicho muchas veces… Gracias por todo, Reed… Tengo que volver con
ella”.
Reed:
“Lo entiendo. Prefiero dejaros a Kristen y a ti con ella. Si me necesitas estoy
aquí”.
Mi
madre cruzó de nuevo el salón en dirección al dormitorio. Otra imagen la retuvo
un instante. Una fotografía en la que aparecían ella y Maggie en el embarcadero
del lago, que les hice yo siendo aún una niña. Aceleró el paso para
arrodillarse cuanto antes junto a su moribunda madre. Aquellas horas, quizás
minutos, serían los últimos que pasaría junto a ella.
Cuando
Maggie despertó ya había anochecido. Miró a mi madre, como volviendo a
cerciorarse de que estaba allí.
Con
una fuerza que ninguna de nosotras esperaba, intentó quitarse la mascarilla. Mi
madre la ayudó a desprenderse de ella.
Gwen:
“Mamá ¿Qué pasa? ¿Te molesta? Espera que te ayudo. ¿Quieres que llame al doctor?
La
cerúlea cara Maggie negó con la cabeza y se esforzó por decir: “No. Tengo que
decirte una cosa. Tengo que pedirte una cosa. No me atrevía pero tengo que
hacerlo porque es lo mejor”
Gwen:
“Dime mamá. Dime lo que sea pero intenta no esforzarte. Yo me acerco y me lo
dices bajito para que no te canses…”
Se
acercó, la besó de nuevo en la frente y puso su oído junto a los labios de mi
abuela, que empezó a susurrar: “Gwen, tienes que venir a vivir a Greenwood Lake.
Tienes que volver a esta casa, con Kristen”.
Gwen
se quedó mirándola con ternura y con sorpresa pero con un atisbo de decisión:
“Mamá no te preocupes por eso ahora. Descansa por favor. Kristen y yo estamos
aquí contigo y no nos vamos a ir”.
Yo
también me acerqué a escuchar a Maggie. Junto al cabecero de la cama pude
escuchar la petición de mi abuela. Pero mi cara solo pudo expresar sorpresa.
Mis ojos se cruzaban con los de mi madre. Las dos estábamos pensando lo mismo:
“¿Qué significa eso?¿Qué es todo eso?”.
Apostillé
a mi madre.
Kristen:
“Abuela, nosotras estamos aquí contigo”. Le acaricié sus rizos grises, en un
gesto instintivo buscando tranquilizarla y tranquilizarme yo.
Maggie
volvió a arrugar el entrecejo y esta vez habló algo más fuerte y con más
esfuerzo: “Debéis venir a vivir aquí. Ahora os quedáis solas y este pueblo es
vuestra casa. Vuestras raíces. Sin mí, perderéis todo lo que eso significa.
¡Debéis vivir aquí! ¡Lo necesitáis!
Mi
madre protestó intentando no alterar a la abuela.
Gwen:
“¡Pero mamá…!”.
Mi
abuela la interrumpió: “Promémelo Gwen. Prométeme que os mudaréis a Greenwood
Lake”.
Maggie
clavó sus ojos en la dulce y asustada mirada de mamá. Por un segundo volvió la
dura y decidida Maggie. Exigía una promesa imposible con su último aliento. Y
yo también clavé mis ojos en mamá, para rogar que no lo hiciera. Negué con la
cabeza.
Su
madre se moría.
Gwen:
“Está bien mamá. Nos mudaremos a esta casa. Viviremos en Greenwood Lake”
Maggie:
“Prométemelo hija. ¡Mírame y prométemelo!”
La
abuela no apartaba los ojos. Gwen la miró fijamente y claudicó.
Gwen:
“Te lo prometo”
Aquella
mujer moribunda, que era la mitad de mi mundo, pareció escaparse de ese túnel
que cuentan que todos atravesamos cuando nos llega la hora, para volver con su
fuerza habitual durante un segundo. Apretó con fuerza la mano de mi madre mientras
dejaba caer su cabeza en la almohada. Exhaló un suspiro que pareció el último.
Corrí
a llamar al doctor: “¡Doctor Reed, por favor!
Mandy
me había sustituido junto al cabecero y mesaba el pelo de mi abuela mientras y
le tocaba suavemente la frente, al tiempo que vigilaba la máquina que
monitorizaba el corazón de Maggie. Estaba llorando ya sin disimulo. Hasta
entonces nos había acompañado en una silla junto a la puerta de la habitación.
El
doctor Reed preguntó: “¿Mandy?”
Mandy,
con el tono firme y negando con la cabeza: “No. Tiene pulso. Muy débil pero
tiene pulso… No creo que vuelva a despertar”
Volvió
a ocupar su silla al final del dormitorio, enjugándose las lágrimas y mirando a
mi abuela, a la que dedicó una leve sonrisa. Me pareció que se estaba
despidiendo de ella, que le hablaba sin hablarle porque no lo necesitaba.
Ya
no despertó. Fue horrible ver cómo su respiración fue haciéndose más
dificultosa cada vez. Mi madre le ponía la mano en el pecho, asustada ante los
convulsos movimientos de su tórax. Miraba a Reed pidiendo otra explicación: “Te
puedo jurar que no está sufriendo. Su cuerpo se está apagando. Deja de
funcionar. Como un mecanismo, que ya no tuviera energía, se mueve casi por
inercia… Hasta que se pare”.
Mi
madre estaba desesperada. La voz le temblaba y demandaba más explicaciones. No
entendía…
Gwen:
“¿Pero, entonces…?”
Reed:
“Ella sigue ahí. Hasta que su cuerpo siga viviendo, hasta que su corazón
funcione, hasta el final, ella está ahí”
El
monitor emitió un pitido intenso. Una ralla continua e infinita.
Reed
se apresuró a tomar el pulso y la respiración. Se llevó una mano a la cabeza,
ocultando un rostro que delataba el cariño, fraguado en años de relación con su
paciente: “Ha muerto. Lo siento”
Mandy
se dirigió hacia mi madre, que aún no reaccionaba: “Lo siento muchísimo Gwen”
Luego
vino hacia mí y me puso la mano en el hombro. Yo solo podía mirar a mi abuela.
El contacto de su mano me rescató de la desagradable espiral en la que me
estaba hundiendo: “Lo siento Kristen. La queríamos mucho. La quería mucho…
mucho”.
Salió
de la habitación en dirección a la cocina.
Mi
madre apretó la mano de la abuela entre las suyas y hundió su rostro en ellas y
gimió en un murmullo que no paraba: ¡Mamá, mamá! ¡No, mamá! ¡Por favor! ¡Mamá!
Yo
corrí a su lado. Me acurruqué junto a ella. La abrazaba buscando su calor y el
contacto con mi abuela. Lloré como nunca hasta entonces lo había hecho.
Ninguna
podíamos parar de llorar. No sé el tiempo que estuvimos así.
Supongo
que fue Mandy, o el doctor, quienes avisaron a la funeraria y se encargaron de
todo.
Creo
que me quedé dormida allí acurrucada. Me desperté en mi dormitorio, en la
planta superior de la casa. Mandy me había estado vigilando, como lo había
hecho con la abuela, y como supongo lo hizo cuando nos hundimos junto a la
cama.
Me
ofreció un poco de leche en un vaso que yo rechacé: “¿Y mi madre?”
Deseaba
que Mandy me dijese que estaba junto a mi abuela haciendo el desayuno, o algo
así, como tantas veces habían hecho los fines de semana.
Pero
Mandy me introdujo de nuevo en el pozo negro que ahora era mi realidad: “Está
abajo. Está mejor de ánimo. No ha dormido ni se ha separado de tu abuela hasta que
han venido de servicios funerarios, y ni por esas. No se ha perdido un solo
detalle de todo lo que hacían, hasta que se le han llevado a la funeraria. Le
ha elegido el vestido para el ataúd, les ha insistido en los colores que le
gustaban a tu abuela para maquillarse, les ha dicho que no era mujer de
maquillajes espesos… Y se ha quedado pegada al cristal de la puerta un buen
rato después de despedirlos al pie del coche. Está serena pero como ida. Así
que he vuelto a subir aquí a ver cómo estabas tú y ver si te despertabas.
Tienes que cambiarte y bajar con tu madre. Debéis ir a la funeraria. A estas
horas ya tendrán todo preparado. El entierro es por la tarde. A tu abuela le
encantaban las puestas del sol. Era uno de sus momentos favoritos del día. Como
verás, es un vestido negro que no conoces. Tu madre ha llamado a Marguerite, la
dueña de la boutique, para que trajese vestidos para ella y para ti. Es de tu
talla”.
Todo
lo demás, hasta estar de pie, junto a mi madre, lo tengo envuelto en una
nebulosa gris como los rizos de mi abuela. Mandy me dijo que mi madre estaba
como ida, me dijo “Debes estar a su lado”. Y lo hice, pero era como un
autómata, hasta el momento en que la mano de mi madre, en el cementerio, me
sacó de mi pozo. Me asió la mano como quien busca un salvavidas. Parecía que se
iba a caer. La ayudé a sentarse y me senté junto a ella. De fondo, percibía el
murmullo de las palabras del sacerdote.
Al
terminar los oficios, mi madre, más entera, se levantó, cogió un rosa blanca de
un manojo en una cesta, junto al féretro, y la depositó en la tapa. Yo la imité
sin pensar. Y al poner mi rosa junto a la suya, fui consciente de que mi abuela
estaba allí dentro, de que no volvería a verla. Sentía vértigo. Susurré: “Adiós
abuela. Te he querido y te querré siempre”.
Al
volver junto a mi madre pensaba en lo mucho que odiaba a la maldita muerte:
“Mamá. Odio la muerte”.
Ella
me acarició el pelo y, con la dulzura y firmeza que la habían abandonado al
subir al tren, en Nueva York, me dijo: “No Kristen. Por muy tristes o enfadadas
que estemos, hay que aceptar la muerte. Ahora no lo entiendes, pero lo
entenderás”. Me volvió a besar y a abrazar.
Alcé
la vista, enfadada, con el entrecejo arrugado. Y mis ojos se toparon con unos
ojos grises que se clavaban en el ataúd de mi abuela.
Un
chico, apartado unos metros del resto de la gente, asistía al entierro. No pude
apartar los ojos de él porque él no apartaba los ojos del féretro.
No
debía tener más edad que yo. Su palidez enfermiza, la tristeza de su semblante,
inspiraban ternura e inquietud a un tiempo. Supuse que conocía a mi abuela.
Pero yo no le conocía, y conocía a buena parte de los jóvenes de Greenwood Lake.
Al
dirigirnos al coche, de vuelta a casa, pude ver cómo abandonaba el cementerio.
La curiosidad por saber de quién se trataba me apartó del dolor por mi abuela
un instante, y en mi fuero interno lo agradecí: “Mamá. ¿Has visto a ese chico?
¿El que estaba apartado del resto? ¿Quién es? No le conozco de nada. Es aquel
que va a cruzar la calle.
Mi
madre siguió con la vista su figura: “Pues no caigo ahora…No, no sé quién es
Kristen, o no lo recuerdo, no me suena… no lo sé. Sube al coche cariño. Quiero
volver a casa”
No
quise molestar más a mi madre con aquello: “Claro mamá. Yo también estoy
deseando irme de aquí”.
El
coche arrancó. Mi mirada distraída a través del cristal tropezó con la del
muchacho, que se había quedado parado, esperando a que pasara nuestro
automóvil.
Aquella
mirada fue eterna. Nos miramos sin miedo, como si nos conociésemos y no hiciese
falta decir nada, como si todo se hubiera dicho ya. Fue cuando me atrapó, y
sigo atrapada desde entonces.
Me llamo Kristen Harris y esta es la historia de cómo la
muerte cambió mi vida.